Leyenda de Santa Anita: El Baile de las Brujas

Por Sergio A. Galindo Carrillo

Exclusiva leyenda escrita por su autor y editor de MEMORIAS DE SALTILLO

En el techo de Saltillo, donde los “Gatos” tienen su madriguera, cuentan algunos vecinos de la loma de Santa Anita, que por las noches se presentaba el baile de las brujas.

Hace ya medio siglo, en la obscuridad de la noche, se escurría entre los callejones la luz de la luna y en las veredas se dibujaba la silueta quebrada de los caminantes, recargándose caprichosamente en las vetustas paredes de lodo y paja.

Silencio envuelto por la tierra de los canales de las calles y el miedo brincando, presa del terror mismo, en los estómagos de los transeúntes noctámbulos cuando se escuchaban desde las entrañas del Arroyo de la Muerte los gemidos lastimeros de los espíritus de los cuerpos que tuvieron aquellos hombres asesinados y que fueran arrojados al cuace de la vertiente que baja de la loma de Santa Anita, como si tuviera miedo, pegado a la barda de la histórica finca del exgobernador doctor Jesús Valdés Sánchez.

También arrojaban a las turbulentas aguas los cuerpos desnudos de los infortunados revolucionarios que llegan a fallecer en los mesones. A las dosce la noche se aparecían los fantasmas de aquellos hombres abandonados aquí, en el agua peregrina, por lo que la gente impuso el nombre de Arroyo de la Muerte a ese antiguo afluente del Arroyo del Pueblo.

Dicen que por las noches, en la cima de la loma, hasta hace todavía unos cuarenta años, se veía la danza de las brujas con lechuzas, teniendo como fondo el cielo tachonado de estrellas, donde se escondían los ojos temerosos de los vecinos, clavando el índice en las mismas estrellas, porque se les habían escapado las brujas de las manos.

Subía por las empinadas calles del barrio de Santa Anita un hombre que cubría su desnudez con gran cantidad de amuletos, uno por cada creencia y el conjunto todo como corona de su entrañable superstición.

De su cuerpo colgaba cada figura, pintada con los colores chillantes del arcoiris, para que un amuleto le diera suerte; aquel le quitara la artritis; el otro, para que no lo vieran los enemigos; el de más allá, para que no enfermara de empacho; el de aquello, para cumplirle a las mujeres sin viagra; el de más allá, para alejar las salaciones, neutralizar brebajes y destruir todo tipo de maleficio, siempre envuelto en seda roja con dientes de ajos.

Tenía en su casa además, un jarro que noche tras noche se cubría de escarcha para evitar que lo salaran quienes le tenían envidia, porque tenía profunda fe en la brujería.

Una vez, la mujer que se envolvió en los brazos ingenuos de su amistad, le arrebató a obscuras uno de sus retratos. Tiempo después, cuando el Señor de los Amuletos visitó una casa donde se comerciaba el placer carnal, se encontró frente a frente con su propio cuerpo. Sí, ahí estaba clavado su retrato en un nicho por la cabeza y el corazón con muchos alfileres.

Absorto y con el silencio escondido en loa garganta vio de reojo una chuparrosa que dependía disecada por métodos nada tradicionales, de su pecho, con los ojos abiertos, completamente abiertos, donde sólo anidaba el asombro, oculto tras la niña ocular.

Abandonó aquella casa de citas y otro amuleto más cuelga de su cuerpo.

Ese hombre, que cubría su mente de supersticiones y sus carnes de amuletos multicolores, contempló desde los dominios actuales de los “Gatos” el baile de las brujas.

Danza real de esferas de fuego, hombre vil, a lo lejos, brincan y saltan simétricamente en la obscuridad al son de los chiflidos de las lechuzas.

Son las brujas que bailan acompañadas de tecolotes con caras de mujer, mientras que los ojos de los humanos danzan en sus cuevas al ritmo de los dedos, porque si hacen ruido, tendrán que correr perseguidos por brujas y lechuzas, levantando una nube de polvo para no ser vistos por los seres de fuego.

Son las alamas de las personas sacrificadas en el Arroyo de la Muerte o los espíritus creados por las brujas o las mismas brujas que bailan en la pista del viento para comunicarse con los moradores de la loma de Santa Anita, comentan con voz temblorosa los espectadores nocturnos que presencian la danza de luces desde el techo de los “Gatos”.

Pero, el Señor de los Amuletos decidió terkinar con el baile de las siluetas luminosas, porque todas las noches, sin excepción, las lechuzas pernoctaban en las copas de los árboles que estaban en el patio de su casa y colgando de las paredes de adobe, las brujas bailarinas.

Rezó la oración mágica de las Doce Verdades con el riesgo de perder su propia vida, porque bien sabía que debería leerla sin equivocación alguna, al derecho y al revés.

A la luz de la vio caer con asombro, una a una, las brujas que bailaban en la cumbre de la loma de Santa Anita y las encarcelaba entre las tapias de su casa para quemarlas vivas.

Aseguraba el Señor de los Amuletos, que cuando el sol bajaba por la loma de Santa Anita, las brujas se conertían en hembras.