El Estudiante de Ciencias Químicas que Bailó con la Muerte
por Daniel Valdés
Adriana era una bella joven saltillense que se esmeraba en sus estudios en la Escuela Normal del Estado, pues sus sueños estaban centrados en convertirse en profesora y ayudar a los niños a superarse.
Sin embargo, sus metas solo quedaron en eso: en sueños, pues una decepción amorosa la llevó a tomar la peor de las determinaciones y a sus 19 años decidió terminar con su existencia.
Quienes la conocieron la recuerdan como una muchacha alegre, que amaba la vida y además estaba muy entusiasmada con sus estudios, pues uno de sus principales anhelos era convertirse en maestra, y así lo mostraban sus calificaciones, con niveles de excelencia.
En el Saltillo del siglo pasado, era muy común ver a estudiantes de la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro en el exterior de la Escuela Normal del Estado y hasta se decía que “los buitres” formaban parte del paisaje de la Alameda Zaragoza.
Esto se debe a que los estudiantes de Agronomía asediaban a las futuras profesoras y muchas de las normalistas de esa época aspiraban a contraer nupcias con un ingeniero agrónomo.
EMPIEZAN LOS GALANTEOS
Igual que muchas jóvenes de esa escuela, Adriana era pretendida por un estudiante de la Narro, proveniente de Chihuahua. Cuentan que era un tipo alto y bien parecido, que formaba parte de la Rondalla de Saltillo, lo que para el resto de las estudiantes era un excelente partido.
Sus amigas y compañeras del salón de clases se cansaban de aconsejarle que aceptara la petición de noviazgo de Adolfo, a quien conocían como “El Parral”, por su origen chihuahuense.
Para Adriana, Adolfo era un tipo agradable y con buena conversación, quien llegaba a la Normal acompañado de su guitarra y siempre deleitaba a las estudiantes con algunas melodías.
Se formaba un nutrido grupo de normalistas para escucharlo cantar, hasta que a lo lejos veía a Adriana, cuando salía de clases y suspendía el concierto, para ir a encontrarse con ella.
Adriana no deseaba comprometerse, pues primero quería concluir sus estudios, tal como se lo prometió a sus padres y un romance en esa etapa de su juventud podría representar una distracción.
SERENATAS ROMÁNTICAS
Tal vez fue esa negativa de Adriana lo que obsesionó a Adolfo y se esmeró cada vez más en conquistarla. A diario acudía a la escuela y la encaminaba a su casa, por la calle Obregón, al sur.
Eran muy comunes las serenatas que Adolfo le cantaba a su amada e incluso, cada que se podía iba con el resto de integrantes de la Rondalla de Saltillo.
Fue mucha la insistencia y los detalles, que acabó por conquistarla y empezaron un noviazgo que duró hasta el cuarto año de la carrera de Adriana, mientras que Adolfo se había graduado un año antes, como ingeniero agrónomo.
Ya como profesionista, Adolfo encontró empleo en el Banco de Crédito Rural y los primeros meses estuvo asignado a realizar actividades en Saltillo, Arteaga y Ramos Arizpe, hasta que fue enviado a la Comarca Lagunera y luego a Chihuahua, su estado natal.
LA TRAICIÓN
Él prometió volver por ella para casarse y llevársela a Chihuahua, pero Adriana quería ejercer como maestra en Saltillo.
La comunicación era frecuente, a través de cartas. En ocasiones ella le llamaba por teléfono a su trabajo, hasta que las misivas fueron más distantes y cuando ella lo buscaba en la oficina, le decían que andaba en campo.
Estaban los preparativos para su graduación, cuando llegó la desilusión: una de sus compañeras del grupo también era de Chihuahua y se enteró de que Adolfo se había casado. Embarazó a la hija de un prominente ranchero y tuvo que contraer nupcias.
La noticia le afectó mucho, pues también se había enamorado, y decidió quitarse la vida.
UNA CHICA ENCANTADORA
Años después, Ernesto, un estudiante universitario, proveniente de Ciudad Acuña, iba a la Facultad de Ciencias Químicas y vivía en una casa de asistencia, junto con otros estudiantes de varias escuelas de la ciudad, quienes lo invitaron a una fiesta de coronación de la Escuela Normal.
Él y sus amigos llegaron después de haberse tomado algunas cervezas y en la fiesta se separaron, luego de que cada uno de ellos encontró con quien bailar.
Ernesto conoció a una chica encantadora, bailó toda la noche e incluso la acompañó a su casa. Había un clima un poco fresco y él prestó su chamarra a la chica. Era un buen pretexto para regresar al día siguiente y volver a verla.
Así lo hizo y regresó el domingo por la tarde a la vivienda donde la dejó. Estuvo tocando un buen rato. Hasta que salió un señor de edad avanzada. Cuando abrió la puerta, Ernesto preguntó por Adriana y el padre le contó que ella había muerto 30 años atrás.
SOBRE LA TUMBA
El joven pensó que era una excusa para ahuyentarlo y que no pudiera ver a la muchacha. Para convencerlo, el señor le mostró una foto antigua y era la misma joven que él había conocido una noche antes en un baile.
También le indicó el lugar donde ella había sido enterrada, en el panteón Santiago. La tarde apenas empezaba, así que Ernesto decidió ir al cementerio, y para su sorpresa, sobre la tumba donde reposaban los restos de Adriana estaba su chamarra.
Ernesto recordó esta historia y la contó recientemente a sus amigos, en cuenta esta historia a sus amigos, una reunión en una de las cantinas de la ciudad, y admitió que cada vez que cuenta esa historia se le eriza la piel.
Publicado en el Diario de Coahuila