En el pueblo de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, fundado en 1591 junto a la Villa de Santiago de Saltillo, por el capitán Urdiñola, la calleja que andando el tiempo se llamaría del Diablo, estaba formada por casas, huertas y solares pertenecientes a los colonos tlaxcaltecas. Pero causas inevitables iniciaron la pentración de españoles y criollos en el nuevo poblado y dos siglos despues, eran ya numerosos los que vivían en él como dueños o arrendatarios.
Uno de ellos, don Juan de Solís, originario de la Villa Española, era muy estimado por sus cualidades de hombre decente, cristiano, viejo y súbdito leal de la católica majestad del Rey de las Españas. Tenía 60 años, aunque bien disimulados por su complexión sana y robusta: estaba casado con una hermosa señora, bastante más joven que él, de la que tenía un hijo inteligente y gallardo. Este mozo había cumplido a la sazón, 18 años, estudiaba humanidades con los Padres del Convento de San Francisco, y andaba ya en los primeros escarceos amorosos, aunque todavía inocentes. Protegido por las blanduras maternales, a espaldas del padre.
Con firmes convicciones y arraigada fé religiosa, que servian antaño para afrontar y vencer las adversidades, con una mujer bella y hacendosa, con hijo aventajado intelectual y fisicamente, bienquisto de sus convecinos, en situación económica modesta pero desahogada, don Juan de Solís poseía elementos bastantes para considerarse dichoso, al menos en cuanto ellos es posible a la misera humana. Pero no era así, por desgracia. El buen caballero habia caido en las torturante flaqueza que puede que puede enseñorearse de un corazón apasionado: la de creer que su esposa le era infiel, que defraudaba el enntrañable amor que él sentia por ella, y le deshoraba ante la opinión de las gentes. Comenzo por vagas sospechas nacidas no sabia como; recurriio luego a los innobles espionajes y estuvo apunto de llegar a las violentas reconvenciones. En vano confesaba humildemente sus culpas y recibía de su confesor repetidas exhortaciones para que dominara una pasión que lo haría perder el alma. Don Juan se proponía la enmienda, pero un impulso secreto, superior a todas sus fuerzas morales, le hacía recaer en aquella obsesión que a veces despertaba en su espíritu propósitos siniestros contra su esposa y contra sí mismo.
Una noche, después de las ocho, regresaba a su casa. Era invierno, y todas las puertas estaban cerradas y las calles oscuras y solitarias. Caminaba el caballero pensativo y cabizbajo, sorteando instintivamente los baches y las piedras del arroyo, mietras daba vueltas en su imaginación a sus sospechas y asus proyectos de venganza. De pronto se dio cuenta de que alguien venía tras él. Se detuvo y puso su mano a la espalda, pues aunque sabía que la seguridad de personas y bienes, era proverbial en la Villa, no estaban por demás las precauciones en medio de aquella soledad y de aquellas tinieblas. El que venía, se emparejo con don Juan, le saludó respetuoso y afable, y siguió caminando a su vera. Era un tlaxcalteca, mas viejo que joven y vestido modestamente, a usanza de la clase trabajadora.
-¿Quién eres?- Le preguntó don Juan.
– Blas Cázares, servidor de su merced.
– Gracias.
– Conocí al abuelo y padre de su merced…
Veo con frecuencia al niño don Juan, que por cierto, es el vivo retrato de su abuelo, y me recuerda lo bueno que era aquel caballero, no agraviando a lo presente. Siempre he tenido cariño por la casa de su merced.
-Te lo agradezco, y tengo mucho gusto de haberte conocido… ¿Y qué haces por aqui a estas horas? ¿Vives en este barrio?…
-Voy a buscar a un amigo, y después a mi casa, que es la de su merced, en el callejón de Los Tejocotes.
Habían llegado a la esquina de la calle del Mezquite (hoy de Carranza) y el callejón cuyo nombre primitivo se ignora y que después se a llamado del Diablo.
-Volveremos a vernos- dijo don Juan, haciendo ademán de despedirse.
-Antes de separarnos-, insinuó el tlaxcalteca, bajando la voz, no obstante la soledad y el silencio de la calle, quiero decir a su merced una cosa que le interesa.
-A ver…
-Su merced cavila y sufre porque piensa que su esposa lo engaña.
-¿Como te atreves- exclamó don Juan con tono severo y altivo- a hablarme de esas cosas?
-Porque quiero a su merced y deseo hacerle un servicio…Dentro de cuatro días le presentare pruebas claras de que se equivoca, o de que no se equivoca.
Una promesa de certidumbre, en un sentido o en otro, tiene para el celoso atracción irresistible, ante aquella posibilidad de SABER, de calmar definitivamente la duda y la inquietud, se desvaneció la orgullosa susceptibilidad de don Juan, que no experimentó ya otro sentimiento que conocer la verdad cualquiera que esta fuese.
-Sí señor… se lo prometo… Nos veremos en esta misma calle y a esta misma hora…Que pase su merced buenas noches.
Y se apartó, perdiéndose en las sombras. Don Juan se quedó unos minutos inmóvil, como anonadado por la impresión de aquella promesa, sin saber a ciencia cierta si le daría o no crédito. Al fin, echó a andar, llegó a su casa, saludó a su hijo que estudiaba a la luz de un velón, le recomendó no desvelarse demasiado, y se dirigió a la alcoba matrimonial donde su mujer lo esperaba.
Desde aquella hora, los cuatro días de plazo fijado por el tlaxcalteca, pusieron al pobre caballero en estado de espantosa ansiedad, que, sin embargo, tuvo la ventaja de absorberle por entero y dar tregua a las acechanzas y aplazar las reconveciones.
La noche en que el plazo vencía, caminaba lentamente don Juan de Solís, por la misma calle y a la misma hora que la vez anterior, y como entonces, cercado de oscuridad y silencio “¿Vendría Blas Cázares a hacerle la revelación prometida? ¿Iría a dejarlo en aquella incertidumbre y ansiedad espantosa?”. Repentinamente surgió de las sombras el tlaxcalteca, como si hubiera brotado de la tierra, y aproximándose a don Juan, le dió las buenas noches.
-¿Y bien?- preguntó el caballero sin disimular su impaciencia.
-Por desgracia- dijo mesuradamente Blas Cázares, lo que sospecha su merced es cierto.
-Las pruebas!!-…¿Dónde están las pruebas? exclamó el caballero con un grito ahogado, mezcla de sollozo y rugido de cólera.
-Mañana finja su merced un viaje… vuelva en la noche, y ocúltese en algún hueco próximo a su casa… Entre las doce y la una, verá llegar a un hombre de capa larga y sombrero de anchas alas…Cuando él esté llamando suavemente a la puerta, podrá su merced, si asi lo desea, tomar la debida venganza…Volveremos a vernos.
El tlaxcalteca se apartó rapidamente de don Juan sin darle tiempo a nuevas interrogancias.
-Escucha!!… Espera!!…
El caballero avanzó en seguimiento de Blas Cázares, pero éste, doblando la esquina, había desaparecido.
A la mañana siguiente partió don Juan de Solís para Santa María de las Parras, al desempeño de una comisión oficial, que según anunció a su mujer le ocuparía una semana. Pero apenas salió a despoblado, cuando en vez de seguir adelante, se adentró en un bosque de huizaches, a la vera del camino, y teniendo su capa en el lugar mas espeso y escondido, se tumbó a devanar sus pensamientos, y a esperar la noche. Que alegría la suya, si sus sospechas no resultaran ciertas!. Pero de lo contrario, ¿perdonaria? ¿resolvería el problema en forma prudente, separándose de su esposa y llendose con su hijo a vivir a otra parte? Algo superior a su razón y a sus generosos sentimientos, rechazaba aquellas componendas propias de hombres cobardes y sin honor, pues semejantes agravios, solo con sangre se reparan. Entre alternativas de intentos razonables y descabellados pero presintiendo que llegado el caso, se dejaría llevar por el impulso primordial de furor y venganza, pasaron las horas que le parecían interminables, y al fin cerró la noche, tenebrosa y destemplada, como convenía a sus fines.
Por el extremo norte que daba a solares despoblados, a milpas y tierras baldías, entró don Juan en el callejón, donde estaba su casa y se escondió arrimandose al tronco de un nogal corpulento, a dos metros de su puerta. Todo estaba oscuro y callado. Los árboles de las huertas vecinas, proyectaban sobre las tinieblas, masas de sombras mas densas. De vez en cuando ladraba algún perro. Las rachas intermitentes del viento, susurraban suavemente moviendo las ramas. Cantó un gallo y muchos otros le contestaron. Era ya más de la media noche, y el caballero comenzaba a cansarse. Unos pasos sonaron a lo lejos, y parecía que se acercaban lentamente; un bulto se dibujo en las sombras, primero confuso y difiniendose luego como el de un hombre rebosado en larga capa y calado hasta los ojos el sombrero de anchas alas. Se detuvo a la puerta de don Juan de Solís y llamo con tres suaves golpes. El caballero salió rapidamente de su escondite y sepultó su espada en el cuerpo del desconocido que cayó en tierra sin defenderse ni lanzar una queja. Casi al mismo tiempo, la puerta se abrió; don Juan salto hacia dentro con la espada en la mano y el rostro transformado por una mueca de salvaje furor. Su esposa corrió hacia la puerta. El instinto de la madre adivinó lo que había pasado. El la siguio sobrecogido.
-¡Es mi hijo!…¡Mataste a mi hijo!- gimió la pobre mujer arrojándose sobre el cadáver ensangrentado.
Don Juan acercó el velón al rostro del muerto que había caido con la cabeza apoyada en el umbral…Lanzó un horrible grito, y huyó hacia la calle, como una fiera perseguida. Se había vuelto loco.
Algunos meses despues recobró la razón y declaró ante su juez la historia de su crimen. Se comprobó que Blas Cázares no había existido nunca en el pueblo de San Esteban ni en la Villa de Santiago DEL SALTILLO. ¿Nombre supuesto? Quizas. ¿Pero quién podía haber tenido motivos suficientes para hacer un mal semejante?. La gente creyó que había sido el diablo, quién celoso de las virtudes de don Juan de Solís, le preparó tan espantosa celada, y nadie dudó de que el enemigo malo campeaba por sus respetos en aquel callejón que desde entonces tomó su nombre.
¿Continuará frecuentándolo ahora?… Seguramente no, pues es inverosimil que se encariñe con tan pequeño dominio cuando en los tiempos actuales es ya dueño del mundo.